Monday, June 26, 2006

C.J., CHIH

A San Lorenzo lo frieron. Es un santo con mucho sentido del humor, me dice su mamá, cuando lo estaban cocinando dijo denme vuelta que aun falta el otro lado. Tal vez por eso lo canonizaron, pienso, por mostrarse tan dispuesto ante la tortura. Allí el santito de yeso, que es asombrosamente pequeño, sostiene en su mano la parrilla en la que lo achicharraron. Eso si que es un buen chiste.

Concede milagros y según fui viendo es bastante eficiente porque tiene peticiones de peregrinos de toda la región. Algunas hasta por escrito. En agradecimiento, los fervorosos le traen milagritos; figuritas de plata: una patita, un bracito, un par de ojos, unos senos o un corazón atravesado por un puñal, depende del favor. También rodean su altar de vestidos de novia, de quinceañera, de ropitas de bebé, de fotografías, de flores.

San Lorenzo tiene una nave personal, adyacente a la nave donde está el altar en la que se celebran las misas, pero más grande. La cantidad de velas colocadas por todas partes supera con creces las que rodean la imagen de cierta virgen pálida que conocí en una ocasión y que tiene muchísimo menos sentido del humor que San Lorenzo. El calor de allí avergüenza al sol picante del desierto. No sé si por fe o por sofocón, él se arrodilló. Le pidió algo a San Lorenzo y puedo sospechar qué, pero no estoy segura.

A la salida, su papá me compró una Coca-Cola. Yo me ahogaba.