Tanta agua nunca había visto yo, como no fuera salada. Es una charca gigante, un espejo que refleja el gris azuloso del cielo orillado por una cordillerita de colinas blancas. Son trozos de hielo, nieves sobre nieves, que tienen curiosa forma de montañas –las únicas que hay por estos lados- y que se quiebran cuando los ingenuos tratan de escalarlas. Hay hasta guijarros de hielo.
Habemos muchos por acá que extrañamos las curvas seductoras de la tierra y que nos dejamos tentar por la pendiente cristalina y lisa del hielo traidor. Él intenta subir y cada vez que pisa se quiebra el vidrio transparente bajo sus pies. Cuando logro convencerlo de que es un espejismo, de que no es una colina, de que no se puede trepar; regresa. Viéndolo en tierra firme, me entran unas ganas locas de desafiar yo las leyes de la gravedad, de mirar desde lo alto de la colina como se extienden frente a mí, kilómetros y kilómetros, millas náuticas y litros y litros de agua.
Me entra nostalgia de horizonte y de ribera y me imagino sumergida con los cabellos flotando y el agua lamiéndome por todas partes. Pero no se cuán profunda puede ser la superficie en calma del agua sin sal. No se que habrá en el útero estéril del lago. Cadáveres de gaviotas congeladas, quizás, de esas rebeldes sin causa que se paran sobre el hielo convencidas de que están sobre una palmera. Peces, pero no de aquellos. El cielo a pedazos, sin nubes.
Me voy a ver el mar en una semana más. Me voy a ver el agua que fluye ilimitada y viva. Un mar que es como un mar y no como un continente de agua. Me voy a ver las montañas, los paisajes irregulares donde el terreno sube y baja, irreprensible. El agua no es mar si le falta la sal, la tierra plana, sin declives ni protuberancias, no puede llegar a ser paisaje. Nadie ha logrado convencerme de lo contrario.
Habemos muchos por acá que extrañamos las curvas seductoras de la tierra y que nos dejamos tentar por la pendiente cristalina y lisa del hielo traidor. Él intenta subir y cada vez que pisa se quiebra el vidrio transparente bajo sus pies. Cuando logro convencerlo de que es un espejismo, de que no es una colina, de que no se puede trepar; regresa. Viéndolo en tierra firme, me entran unas ganas locas de desafiar yo las leyes de la gravedad, de mirar desde lo alto de la colina como se extienden frente a mí, kilómetros y kilómetros, millas náuticas y litros y litros de agua.
Me entra nostalgia de horizonte y de ribera y me imagino sumergida con los cabellos flotando y el agua lamiéndome por todas partes. Pero no se cuán profunda puede ser la superficie en calma del agua sin sal. No se que habrá en el útero estéril del lago. Cadáveres de gaviotas congeladas, quizás, de esas rebeldes sin causa que se paran sobre el hielo convencidas de que están sobre una palmera. Peces, pero no de aquellos. El cielo a pedazos, sin nubes.
Me voy a ver el mar en una semana más. Me voy a ver el agua que fluye ilimitada y viva. Un mar que es como un mar y no como un continente de agua. Me voy a ver las montañas, los paisajes irregulares donde el terreno sube y baja, irreprensible. El agua no es mar si le falta la sal, la tierra plana, sin declives ni protuberancias, no puede llegar a ser paisaje. Nadie ha logrado convencerme de lo contrario.













<< Home